jueves, 27 de septiembre de 2012

Soy un puto mentiroso...

... se suponía que ahora trataría de ceñirme a las entregas que tocan... En fin, os presento un relato corto que envié a no me acuerdo cuál concurso y que no llegó a nada. Así mantengo el blog vivo y me preparo para la entrada 200 que está al caer.



–Estoy aquí –la figura era alta y delgada, con el rostro oscurecido, hasta el punto de no distinguirse nada de él, ni siquiera su voz–. Es la hora.
–Sí, lo sé –él estaba sentado a los pies de la cama de su hija, observándola. Su mujer no se había despertado cuando se levantó–. Yo, eh. Creo que deberíamos ir fuera. No quiero que se despierte y lo vea.
–Lo comprendo, salgamos.
Ambas figuras salieron a la fresca noche, iluminada únicamente por el cielo estrellado. La ciudad entera dormía, mientras esperaba un nuevo día, un nuevo amanecer para continuar. Un amanecer que uno de sus vecinos no llegaría a ver.
–Supongo que te habrás despedido.
–Sí, a mi manera –sonrió amargo–. Para cuando despierten, ya habrá pasado todo.
–Sí –la figura no se movía nada en absoluto, pero era aterradora en aquella oscuridad–. ¿Recuerdas lo que te dije antes de pactar?
–”Tu vida por la de ella. Nada podrás hacer para salvarte, nada podrás hacer para impedirlo” –citó, arrancando las palabras del pasado–. “Pero lo intentarás.”
La espada pendía de su costado. Lista como siempre para darle un buen servicio. Sin embargo, no llevaba ni su escudo, ni su armadura. Pero se sentiría mejor empuñándola.
–Te dejé un año –siseó, sin apartar la vista de la espada–. No te culpo por intentarlo.
–¿A dónde me llevarás?
–No puedo decírtelo –la sombra vaciló. Mucho tiempo atrás, había sido tan real como el hombre que ahora desenvainaba lentamente delante suyo–. Pero no será malo. Bueno tampoco, pero te aseguro que no es un Infierno.
–No me puedo quejar, yo lo elegí.
–Tu vida, no sólo pagó la supervivencia de tu hija –aún tenía conciencia. Aún podía hacer un último favor sin pedir nada a cambio–. Sino también por su vida más allá de la enfermedad. Vivirá sana, feliz y por mucho tiempo.
–Me alegro, gracias –alzó la espada, dio el menor perfil posible y se preparó–. ¿Comenzamos?
–Sí, no tenemos mucho más tiempo.

Al día siguiente, la luz diurna comenzó a calentar las calles de tierra, evaporando el rocío. En un rincón de la calle, había una espada apoyada contra un hombre que estaba azúl y no se movía.


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