viernes, 18 de febrero de 2011

Icusagora Riel. El Beaufighter y el Golfo Ranac (VI).

¡Muy buenas! Hace tiempo que no actualizo, en parte por unas cosas y en parte por otras. Desde luego una de las razones es la de haberme quedado atascado. Otra, por ejemplo es que mi pc ha petado no una, ¡sino dos veces! para regocijo de alguien. Hoy he decidido taparlo y volverlo a meter en su sitio (parece que ya se ha estabilizado), así que he decidido actualizar con la nueva entrega de Icusagora, que vendría a ser la sexta de su viaje en el Beaufighter.
En fin, supongo que retomo o intento retomar el ritmo habitual de actualización, de vaya, uno por semana.

Un saludete gente.



Saltó hacia atrás y trastabilló ligeramente. Se afianzó al terreno, esperando un hueco. Pero no había ninguno, pues aquél scandio sabía que el alcance le daba ventaja. Y había visto cómo el aventurero desechó la ballesta, así que estaba relativamente seguro de que no podría derribarlo de un saetazo. Y si metía mano, sólo tendría que golpearlo, sin necesidad de acercarse a la espada. Icusagora lamentó en lo más hondo haber descargado su pistola allá en la playa y más aún el no haberla recargado. Miró por encima del hombro de su adversario y no vio a nadie en condiciones de ayudarle, pues estaban todos combatiendo al grupo grande, que se batía entre terribles gritos. Aquél sonrió al verle el gesto de fastidio, después de adivinar su gesto. Había comprendido que estaban solos, que nadie les iba a interrumpir.

El hacha ofendió su costado y la esquivó dando otro paso atrás. Aquél energúmeno no pararía hasta destrozarlo y desde luego, era lo suficientemente capaz de mantener el ritmo sin cansarse. Volvió a atacar, esta vez al lado contrario e Icusagora tan sólo pudo pararle el potente golpe con un gruñido desesperado. Aquello le había dolido casi tanto cómo si la hoja hubiera sajado su carne y no estaba seguro de poder resistir muchos más como esos y desde luego su espada no iba a aguantar tampoco. El scandio, firme y seguro, echó un poco para atrás y le lanzó una estocada a la cara, golpeándole con la parte superior del hacha. La sangre brotó de la mejilla golpeada e inmediatamente comenzó a hincharse. Aulló el norteño ante la visión de la primera sangre y se animó, tratando de estorbarle en lo posible, aprovechando el momentáneo mareo de su contendiente golpeó varias veces más, usando el asta y el plano del arma para mantenerlo bajo su control. Y tras un nuevo y certero golpe en la misma nariz, que se rompió e hizo que saliera un grito lastimero de la garganta del aventurero, que soltó la espada y se llevó las manos a la castigada faz. Ya lo tenía a punto y preparó el golpe, más le venció la impaciencia. Golpeó con demasiado ímpetu y sin control, directo al pecho pero errado en el uso de su arma. Atizó con la parte posterior, pues el hacha había girado completamente en el aire, incapaz el scandio de controlarla en ese momento y lanzó a Icusagora hacia un lado, mientras se retorcía. Gritó mientras se llevaba las manos al pecho, sin tener muy claro si además de la nariz, querría soportar aquel dolor. La cabeza le daba vueltas y la sensación de peligro le oprimía el estómago. Lo vio venir, el hacha sobre su cabeza, lanzando un golpe mortal y directo sin más florituras. Dispuesto a terminar.

Esquivó rodando, mientras sentía la hoja ahondar el suelo que acababa de dejar libre. Le dio una patada en el costado, más como acto reflejo que como golpe meditado y se arrastró de espaldas hasta la linde del camino, mientras el otro sonreía y se preparaba para acometer de nuevo, sin prisa. No tenía ninguna evidentemente, ya había matado a enemigos a los que el miedo atenazaba y no eran difíciles, excepto porque se movían de un lado a otro, tratando de evitar lo inevitable. Le soltó un furioso grito, como un rugido y comenzó a avanzar. Antes de que diera otro paso, Icusagora, instintivamente cogió una piedra que le llenaba la mano y la lanzó con fuerza y una puntería que nadie podría creer. Le acertó de lleno en la testa, y aunque no lo derribó, hizo que se tambaleara y diera varios pasos hacia atrás, momento que aprovechó el aventurero para levantarse y preparar con poca confianza un puñal de 15 pulgadas de largo, de hoja ancha y siniestra. El scandio, después de quitarse el casco y comprobar la abolladura que tenía, se puso furioso, porque el pedrazo no se lo esperaría de nadie. Gritó como un animal y se lanzó corriendo hacia su adversario, loco de ira, dando un salto, como tantas veces había hecho al lanzarse contra una línea organizada. Icusagora sin embargo, en lugar de asustarse más todavía y morir, como habría sido lo lógico, se lanzó como un resorte hacia él, con el puñal por delante, buscando su pecho, todavía sin estar demasiado convencido, pero sin nada que perder. El pirata intentó golpearle con la hoja del hacha, pero estaba demasiado cerca para ser efectiva y apenas le sacudió con el mango en el hombro. Porque el joven ya había impactado contra él, con muchísima fuerza.

La punta del puñal asomaba levemente por la espalda del scandio, que le miraba con ojos vidriosos, como si no se pudiera creer aquello. Un gorgoteo salió del fondo de su garganta junto a la sangre que estaba inundando, que cayó sobre la cara del joven. El moribundo trató de golpearlo con las manos desnudas, pero había perdido toda la fuerza, que parecía escaparse de su pecho. Tan sólo manoteó impotente y se derrumbó de espaldas, arrastrando al aventurero hasta el suelo. Éste lo apuñaló un par de veces más y se echó a un lado, jadeando de terror. Era consciente de lo cerca que había estado a punto de morir, pero también lo era de que las enseñanzas de Vercel le habían servido y mucho. Siempre, siempre le había dicho que no separara los pies del suelo en combate. Al menos en combate mano a mano contra otros seres armados. Por la sencilla razón de que una vez en el aire no se puede esquivar, no se puede parar y defenderse es cosa de suerte,más que de habilidad.
Poco a poco, mientras se enfriaba comenzó a sentir el dolor de su pecho, rivalizando con el de la cabeza, que le hizo girar sobre sí mismo y contraerse, hasta adoptar una postura fetal, acurrucado contra el cadáver del scandio. Más allá de sus facciones muertas pudo ver la lucha, que a todas luces llegaba a su final. No se movió cuando escuchó gritos detrás suyo. Tampoco lo hizo cuando Plétoq le agarró para examinarlo, mientras le gritaba algo. Y desde luego, menos se movió al caer, poco a poco en la inconsciencia.