lunes, 16 de julio de 2012

Sniper Alley (3).

Allá va otra entrega. Ya la tenía escrita, pero he aprovechado la falta de sueño para actalizar y seguir con lo que me queda aún que escribir, que es bastante.
Un saludillo a todos.





La ventana estalló con gran estruendo de nuevo y Hermann repitió la maldición, aunque ahora la había gritado por encima del tremendo ruido de cascotes cayendo a la calle. Al asomarse de nuevo, se dio cuenta del problema. Parte de la fachada que daba al solar se había derrumbado a causa de las explosiones. Dónde habían estado las ventanas, ahora no había nada y se podían ver algunos cadáveres destrozados. Eran los restos de algunos de los que habían eliminado y estaba seguro ya de que sólo quedaba uno. Al final, lo identificó, un poco más abajo, entre los escombros. Se movía, pero tenía las manos agarradas a la cabeza. Parecía sangrar. Avisó a Dean del asunto y recogió el cargador que había dejado caer, antes de irse.
–Está vivo, pero bastante jodido –dijo el norirlandés cuándo llegó hasta él–. Ha caído desde alto y juraría que el sepiazo le ha petado los tímpanos.
–Déjame verlo –lo examinó cuidadosamente. Bufó y escupió el polvo a un lado–. No estaría tan mal si no se hubiera caído. No podemos llevarlo a un hospital.
–Yo tampoco querría llevarlo, aunque pudiéramos.
–Pero harás lo que yo te diga, mientras trabajes para mí.
–Cierto, cierto.
–Casi mejor será que terminemos ya –comentó el alemán–. Seguro que hemos atraído miradas curiosas.
Se llevó la mano a la funda alargada que tenía en la cintura. Desabrochó y sacó con calma el tomahawk de acero que había comprado hacía ya más de un año a una empresa norteamericana. La mayoría de colegas de oficio se burlaban y lo llamaban indio. Unos pocos dejaron de llamárselo cuándo lo usó para atravesar de un sólo golpe el casco de un serbio. Y de paso, el cráneo del dueño del casco.
–Tranquilo amigo, ya sé que te duele –dijo, tratando de tranquilizar al francotirador, que se revolvía entre silenciosos gemidos–. Dean, sujétalo, querría hacerlo de una sola vez. Si se pone a gritar, mal vamos.
Su empleado lo obedeció y le agarró de la cabeza, usando ambas manos con fuerza.
–Por mí bien, es cosa tuya –sonrió, socarrón–. Pero no me jodas y apunta bien.

Barega no pudo escuchar el chasquido sordo que sonó a continuación, porque estaba demasiado lejos. Había salido al escuchar las explosiones. De aquél edificio alto del que desconfiaba salía ahora bastante polvo y era evidente, a pesar de que no podía ver la otra fachada, de que habían usado explosivos contra él. Supuso que un grupo de bosnios pasándoselo bien, o saldando cuentas pendientes con los tiradores serbios. Tanto le daba. Podría sacar de allí al grupo que lo había contratado, si conseguía ponerse en contacto. Mantuvo su posición en silencio, la ametralladora apoyada en la ventana, bien camuflada por un cuadro “casualmente” caído allí. Esperó con la espalda apoyada en una vieja estantería, a ver si aparecía alguien por la calle. Después de casi media hora, los vio. Eran dos. Uno que lo llegaría al metro ochenta, de grisazul y la cabeza cubierta con un chambergo del mismo color. Desde allí, en el primer piso podía ver su fusil y las trinchas negras. El otro era bastante más alto, de aspecto espigado. Llevaba una gorra vieja, marrón con líneas que se entrecruzaban en negro. Llevaba una especie de bufanda de lana alrededor del cuello, pero por lo demás, vestía cómo el otro. Pudo ver el lanzagranadas y el fusil claramente. Maldijo. Ya sabía cómo habían volado aquello y maldito lo que deseaba asustar a alguien que cargara con un lanzapepinos. Quería hablar con ellos, pero no tenía muy claro ni cómo hacerlo. Zigzagueaban rápidamente entre los desechos que poblaban la calle, así que le costaba un poco saber por dónde saldrían cada vez. Por su aspecto, no eran de por allí, pero estaba claro que sabían cómo moverse. Si no eran de allí y sabían moverse, serían soldados. Pero no podían ser parte del Tratado Atlántico, así que los supuso soldados de fortuna. El quién los había contratado, lo ignoraba. Pero acababan de volar un edificio tomado por francotiradores serbios y eso le planteaba un problema de acercamiento, ya que preferiría no morir reventado por una granada.


Dean se fue hacia la izquierda mientras Hermann esperaba tranquilo. Respiró profundamente, antes de volver a persignarse. Salió corriendo y ya antes de parar apuntaba el fusil hacia las fachadas que los rodeaban, por si alguien quería amargarles el día. Un poco más.

–Mira aquella parte de allá –dijo el norirlandés, señalando en una dirección–. Creo que he visto moverse algo.
–Espera que eche un vistazo –el alemán asomó ligeramente la cabeza, con un pequeño catalejo incrustado bajo la ceja–. No veo nada. Asómate un poco, por la derecha. Si hay alguien, le será complicado.
Dean maldijo e hizo lo que le había ordenado. No ocurrió nada.
–Vale, limpio –dijo Hermann, más tranquilo–. Sigamos.
Avanzaron de nuevo, repitiendo la operación tantas veces cómo la necesitaron, pero sin incidentes. Hasta que al llegar bajo un edificio, Dean ladeó la cabeza para escuchar mejor y atrajo la atención de Hermann, que estaba detrás de un contenedor cercano. Se llevó un dedo a la oreja, antes de señalar el edificio. Luego subió un pulgar, señalando la ventana superior. El mercenario germano, disimulando cómo si pasara la vista por todas partes, sólo vio un cuadro caído ante la ventana, aunque no podía ver bien de qué era. De pronto, como si le persiguiera el diablo, corrió en zigzag hasta justo debajo. Una vez allí, discutió con Dean la forma de plantearse el dilema, hasta que llegaron a una idea razonable.

Penetraron en el edificio, juntos, cubriéndose. Allí, entre los cascotes de un agujero en el techo y el polvo, pudieron ver las escaleras y el hueco de un ascensor desmantelado. Hermann se cagó en algunos panteones y se acercó al hueco, para ver cómo lo escalaría. Se echó el AK a la espalda y aseguró la correa, antes de meter mano a los pocos salientes que había. Dean se acercó a la escalera con su corto fusil, antes de comenzar a subirla con aire profesional, el mismo que le había enseñado el alemán al entrar a trabajar con él. En más de una ocasión aquella enseñanza le había salvado la vida y le estaba muy agradecido por aquello y por sacarle de Ulster a tiempo, antes de que lo trincaran. Cuándo llegó arriba, esperó la señal, que consistía en un toque al micro. Cuándo lo recibió, salió al rellano con decisión y atento a todas partes. En cuánto se cercioró de que allí no había nadie, fue hacia el hueco del ascensor y ayudó a Hermann a subir del todo. Éste sacó el revólver R77 de ocho tiros y encabezó la búsqueda por allí dentro. En la ventana que daba a la calle, habían apoyado una ametralladora PKM que no se veía desde fuera. La podían ver por el hueco del tabique y el joven se adelantó hacía el arma sin poner demasiada atención. Antes de llegar a ella, una montaña se movió tras el tabique y retorció el brazo del fusil del norirlandés. Lo encaró hacia el alemán y gritó, alto aunque no claro:

“¡Hablar! ¡Tranquilo! ¡Hablar! ¡Raqueta!”

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