El
crepitar de docenas de lámparas y antorchas acompañaban las animadas
conversaciones que se daban en el amplio salón del palacio real de
Jelkala. El rey Graveth daba una fiesta por la reconciliación entre los
sarraníes y su propio pueblo . Los antaño lores enemigos ahora reían
sobre las viejas matanzas, las batallas, tal o cual triquiñuela que
usaron para despistar al otro. Pero no todos se sumaban al jolgorio,
pues tanto los dos soberanos, cómo quién estaba resentido precisamente
del resultado de alguna de aquellas triquiñuelas, se mantenía callado e
incluso hostil. Matheld, que llevaba años sin asistir a fiestas de
aquella clase se mantenía en un aparte, sola, bebiendo el excelente vino
poco a poco y procurando mantener el estómago lleno. Era la
representante de su señor ante aquella plétora de adversarios mientras
él llevaba a cabo un servicio de reclutamiento especialmente arduo antes
de que tanto el rey como su mariscal llamaran a la guerra contra el
Norte y prefería no ser maleducada a causa del alcohol.
Habían
insistido mucho en que vistiera como una dama más, pero ella
capitaneaba a soldados a la batalla. Vestía a lo soldado, aunque
ciertamente habían elegido finas telas y caros colores, pero mantenía su
estilo. Aún así, los había que la admiraban secretamente, más por su
exotismo que por su carácter, que tan fiero e independiente era, se
hacía desagradable para la mayoría de los de allí y muy mal visto.
–Disculpad
mi señora; ¿sois Matheld, la mano derecha del Barón Reissig? –era
sarraní, joven, de tez muy oscura y de muy buena familia, a juzgar por
sus delicadas vestiduras–. Perdonad mi mal norteño, mi padre creyó
conveniente que hablara todas las lenguas de Calradia, pero algunas las
aprendí mejor que otras.
–Soy
Matheld, sí. Quedáis disculpado, joven, pero si lo preferís, domino el
swadiano –bebió para aclararse la garganta. Llevaba tanto rato callada
que la voz había sonado áspera. Y era el primero después del rey Graveth
que la había tratado con amabilidad–. Si gustáis, aunque no hablemos
muy alto, que es el idioma de enemigos ancestrales del anfitrión.
–Lo
prefiero y quedo muy agradecido, gracias. Verá, pensaba que estaría su
señor aquí y se lo podría agradecer directamente, pero al parecer no
podrá ser –desvió la mirada a la mesa, donde reposaban, como soldados
caídos durante una batalla, los platillos que la norteña había ido
dejando vacíos–. Espero sinceramente que se encuentre bien.
–Sí,
se encuentra bien. Ha tenido que ausentarse de la celebración para
atender unos asuntos personales –no sabía hasta qué punto podría fiarse
de aquél desconocido ni por qué deseaba ver al antiguo mercenario. Pero
no sabía qué pensar a esas alturas alturas, pues los enemigos bien
habían estado entre los propios aliados–. ¿Y sois?
–¡Oh!
¡Disculpad mi rudeza! Soy Fahd Azîm Salâm, capitán de infantería de lo
que solía ser el ejército del traidor Dhiyul, que los dioses torturen
toda la eternidad –esto último lo había dicho con auténtico rencor, casi
escupiendo las palabras–. Aunque algunos de mis hombres bajo mi mando
sufrieron heridas o murieron por nuestra confrontación, si no hubiera
sido por la piedad mostrada por el barón, la mayoría habrían muerto. Yo
mismo habría muerto con ellos.
Se señaló el costado con la mano, indicando un recorrido.
–Al
atravesar la línea de campesinos me hirieron. Si no hubieran permitido
que el galeno nos atendiera, yo no habría sobrevivido.
–Entonces
brindemos porque mi señor sea más piadoso de lo que cuentan en las
esquinas –sonrió divertida Matheld. Recordaba que le había extrañado
aquella decisión. Ella era más de dejar que se pudrieran–. Salud.
–¡Sí!
¡Salud! –entrechocaron las copas y las apuraron con rapidez, atentos
ambos a la velocidad del otro–. La verdad es que se hace agradable
alguien con quien hablar. Prácticamente soy un apestado entre mis
compatriotas, por no sólo ser un oficial de un traidor, sino además
haber sobrevivido. Y entre nuestros antiguos enemigos, no soy muy bien
recibido, obviamente.
–Obviamente. Salud también, por los desgraciados que hacen su trabajo y reciben desprecio por ello.
–Salud.
Bebieron
y hablaron durante un buen rato, compartiendo anécdotas y detalles de
aquella y otras batallas. Compartían el gusto y la profesión del combate
de infantería, aunque cada uno con un estilo distinto. Mientras Matheld
era de entrenamiento norteño, escudo redondo de madera, pesada malla,
destrales arrojadizas y espada ancha, Fahd dedicaba sus esfuerzos al
cuero endurecido y a la tela ligera, el sable curvo, lanza y adarga. El
problema del joven, según pudo advertir la experimentada soldado, es que
bebía más rápido de lo que comía y lo que comía era demasiado poco. El
vino comenzaba a hacer su primer y tal vez más temido efecto
deshinibidor y trataba de contenerlo con poco éxito. Tan poco que en un
momento dado, ante un atrevido apunte del capitán, no pudo hacer otra
cosa más que reír, franca, sonora y muy, muy alto. Éste, embriagado por
el vino y tratando de repetir la broma por encima de las risas, alzó la
voz más de la cuenta y se escuchó perfectamente la grosería en lengua
swadiana en toda la sala, que se sumió en un furioso silencio.
–Por todos los diablos sarnosos que se escapan de Averno... –comenzó a decir alguien–.
–¡Lo que me faltaba por escuchar! !A un guarraní haciendo chanza en swadiano!
El
comentario no pasó desapercibido y el ambiente se enrareció
perceptiblemente. Varios nobles sarraníes que conocían la lengua de
Rhodok se llevaron la mano al cinto y los más osados las posaron donde
debían estar sus espadas.
–Oh,
vaya –Fahd había cambiado de color. Su morena tez había cambiado por
una mortal palidez. La agradable embriaguez estaba volando con terrible
rapidez–. Creo que he cometido un grave error.
–Sí,
eso me temo –Matheld mordisqueó una pata de conejo con rapidez para
asentar el estómago. Había decidido que si alguien le levantaba la mano
al joven capitán, ese alguien tendría que buscarla entre el fuego del
hogar–. No os dejéis intimidar. Sois de buena familia. Que no pretendan
nada menos que una adecuada satisfacción. Y recordad que estoy aquí
mismo.
Ahora
estaba rojo, porque los nobles sarraníes y el mismo Sultán Hakim
miraban hacia él. Sintió la punzada de náusea que le exigía vaciar el
contenido de su estómago. Vio los ojos de su padre, que no podían creer
que su enorme bocaza le hubiera vuelto a meter en un lío.
–Estoy
bien, musitó. Al fin y al cabo, soy Fahd Azîm Salâm y soy hijo de mis
padres. Si alguien se acerca con otra intención más que la de pedirme
explicaciones por mi desliz, perderá la mano –se palpó la cintura, donde
solía llevar el sable, pero no lo halló. Todos habían entrado
desarmados. Buscó una jarra–. O le romperé la cabeza.
El
duque Althan de Trimbau se adelantó a buen paso hacia el joven. No
venía con cara amable y Fahd se preparó para lo peor, que precisamente
era lo que estaba por venir. Ante la aprobación de muchos de sus
compatriotas y el asco de los sarraníes, el duque alzó la mano para
abofetear. La palma acarició el aire, el capitán agarró su brazo y se lo
retorció para que doblara el espinazo hasta dar con la frente despejada
en la maciza mesa. El golpe fue tan seco que en toda la sala hubieron
un par de segundos de expectación para saber si Althan estaría vivo o
muerto después de semejante castigo, pero un quejido y el sorbeteo que
siguió confirmó que continuaba con vida.
–¡Estaré
gustoso de proporcionar la satisfacción que gustéis, pero no permitiré a
nadie que me abofetee como si fuera una… un niño! –mantuvo la presa
sobre el duque para impedir que se repitiera–.
Otro
más, viendo que tenía las manos ocupadas avanzó rápidamente, pero no
llegó a acercarse lo suficiente ni para escupir. Matheld ya se había
adelantado, gruñendo y resoplando, en toda su norteña estatura.
Interceptó al nuevo contendiente, lo levantó sin esfuerzo y decidió
golpearlo con el puño hasta que suplicara que lo soltara o hasta que
vinieran más.
–Majestad,
mi señor Graveth. Mi amigo ha provocado y con razón la ira de estos
hombres –dijo la mujer tras soltar al noble, que había comenzado a
llorar ante la aterrada inactividad de sus compatriotas–. Entiendo que a
un siervo se le azotara justamente, pero merece un tratamiento de
deferencia según su rango.
El rey alzó la vista. Había estado toda la comida como ausente. Pálido, como enfermo. Cansado.
–Tenéis
toda la razón. Debéis disculpadme todos, pues me había perdido en el
hilo de mis pensamientos –hizo un gesto con desgana–. Quienquiera que se
sienta ofendido, puede pedir que se repare la ofensa de la forma que se
convenga, a no ser que mi ilustre colega, Hakim, tenga algún problema.
–Ninguno, amigo mío.
–¡Ea
pues! Quién tenga asuntos que resolver que los declare aquí y ahora
ante todos y no quedará por un cobarde. Quien en silencio quede, que
para siempre y para sí se los guarde.
Los
murmullos crecieron. El llanto del que Matheld había maltratado casi se
había apagado cuando el conde de Raich, alzó una mano, iracundo.
–Este
niño nos ha deshonrado a todos. No sólo habla en la lengua de nuestros
eternos enemigos; ¡sino que además la usa para decir groserías en estos
sagrados salones! Es por eso que exijo que obtenga un castigo justo. ¡Un
castigo por nuestra mano!
–¡Eso
es una sandez! –respondió uno de los nobles sarraníes, casi sin dar
tiempo a terminar–. Hablamos de un joven díscolo y algo maleducado, pero
sigue siendo parte de la casa de Sâlam y no tiene porqué recibir
disciplina de un sucio amante de los pollos.
El
comentario sobre el clásico apego sexual de los granjeros rhodokanos
por sus aves de corral no iba en absoluto destinado a calmar los ánimos.
A Matheld se le escapó a pesar del esfuerzo en contra, una risilla. La
parte de la derecha del salón, donde los de Rhodok se habían agrupado,
estalló en protestas.
–Tal
vez los señores acepten un combate de honor –la norteña había
recuperado la tranquilidad en su ser–. Si se lo permiten, creo que mi
joven amigo podrá proporcionar la satisfacción adecuada a estos casos a
quien lo desee.
–Su Majestad, si esta mujerzuela vuelve a hablar cuando no le compete, aseguro que haré que la…
–¿Hará
qué, follapollos con ínfulas? ¿Azotarme como si fuera su mujer, o su
hija? –espetó, ya sin contener en absoluto la ira–. Yo no soy una débil
mujer rhodokana, soy señora de mis tierras, norteña y soldado. Si
alguien intenta tocarme aunque sea un sólo cabello, conocerá a su
hacedor.
–Estoy
con vos señora. Si hay pelea, será contra los dos –Fahd apretó con
fuerza la taza y observó cuidadosamente a las personas en la sala–.
Puede ser de forma honorable, como acostumbran las formas, o en un
estilo más tabernario, si lo prefieren.
Althan, "Duque de Schrödinger".
Hoy un poco más largo. No se me ocurría por donde cortar, así que allá va todo de una.
Hoy un poco más largo. No se me ocurría por donde cortar, así que allá va todo de una.
Está bien todo de una.
ResponderEliminarTe falta un botón donde darle a "Me lo he leído y está guay pero no sé qué comentar".
Me pasa igual. Ando con una temporada que me quedo mirando un artículo o algo y no sé ni qué decir.
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