martes, 27 de octubre de 2015

Reissig - Larga senda

Se puede considerar lo que viene ahora como la continuación natural de éste relato que termina aquí.

Ardía la villa. La noche se teñía de rojo y los pobladores poco podían hacer contra su enemigo. Nunca había caído una desgracia como aquella, un ejército completo buscando sustento por medio del pillaje y el saqueo concienzudo de toda la región.
Corría la mujer entre el fuego, acompañada de el único de sus hijos que no había sucumbido a enfermedades, accidentes o anteriores saqueos. Él apenas podía seguir su ritmo y la retrasaba. No recorrieron demasiado sin que algunos de los batidores los vieran y cortaran su alocada carrera.
–Señora, por favor, no hay por qué tener miedo –el soldado se acercó, relajando el brazo de la lanza–. Tan sólo queremos pasar un buen rato y un esclavo nuevo que dure mucho en galeras.
Apenas pudo terminar la frase. La mujer se había adelantado, incrustando los nudillos bajo la mandíbula del lancero con un espectacular gancho. Cogió la lanza antes de que la soltara y se puso en posición de combate, atenta a cualquier movimiento.
–Reissig, ¡Corre! –apretó con músculos de hierro el arma y se adelantó con una lanzada terrible al más cercano, que murió ensartado en el momento.
El niño acertó a correr algunos metros más, antes de que un caballo y su jinete le bloquearan el paso. Incapaz de saber qué hacer, corrió hacia un pequeño montón de ladrillos que habían terminado de cocer aquella misma mañana y se escondió.
Ella continuaba con su baile. Y era terrible. Cualquiera que se acercara recibía un golpe o una estocada que si no eran mortales, bien lo parecían. Intentaba retirarse en dirección a su hijo, pero no dejaban de acosarla, entre gritos y maldiciones. La lanza los mantenía alejados. Al menos tres se lanzaron al tiempo buscando no dar ninguna oportunidad, pero no lo lograron. Ensartó al del centro y usó el asta para bloquear el ataque del de su izquierda, mientras intentaba que el de su derecha no acertara el golpe y lo logró a medias, pues los pasos que había avanzado lo habían hecho calcular mal y le dió con el mango de la espada en el hombro. Gritó terrible y le arrebató el arma con una mano, mientras soltaba la lanza para poder encargarse de aquél. No tardó en matarlo a golpes de espada, pero sintió de pronto el dolor lacerante de una hoja entre sus costillas. El de la izquierda la había apuñalado y ahora preparaba el golpe final. Desvió aquél sablazo descendente y golpeó a su vez en el cuello con un rápido movimiento que rompió malla, carne y hueso.
Reissig quería gritar. Seguía preocupado por ella, pero sabía que nada podría detenerla. Nada. Salió de su escondrijo y antes de poder comenzar a correr en su dirección, apareció un jinete entre el humo, cargando con el sable en alto. Su madre, que ya había cogido de nuevo la lanza, la levantó para enfrentarse a la nueva amenaza y clavó en cuerpo, pero la inercia era tanta que partió lanza e hizo que ella girara sobre sí misma antes de acabar en el suelo. Se apoyó sobre la espada y comenzó a incorporarse, a tiempo de ver a su hijo frente a ella, junto a los ladrillos, gritando aterrado. Resopló para levantarse y seguir plantando batalla, pero no pudo ya. Un segundo soldado a caballo le estampó el enorme martillo de guerra en la cabeza, apagando para siempre su vida. Con los ojos fuera de las órbitas y el cráneo desfigurado, su cadáver sin vida cayó hacia adelante.
–¡Madre! –el niño se arrodilló donde estaba, llorando desesperanzado–. ¡Madre!
Continuaron viniendo mientras se arrastraba hacia ella, incapaz de levantar la vista de puro terror. Pudo agarrarse a su cuerpo inerte y se acurrucó desolado.
Los jinetes festejaron. Los soldados se dieron al pillaje sin oposición. La villa ardió y el ejército se fue en busca de otra que pudiera saciar el enorme hambre que aquella masa humana siempre sentía. Y el nuevo día sorprendió a un niño abrazado al cadáver de su madre.
Abrió los ojos. Sombras lo observaban desde lo que parecía ser un cielo de fuego. Un par de manos inmensas, oscuras y malignas se acercaron para estrangularlo y gritó desde el fondo de su alma, en un lugar que pensaba haber escondido hacía mucho.
–¿Barón? –Klethi había escuchado los murmullos de Reissig en su catre y se había acercado a la tienda. Al escuchar el grito le había faltado tiempo para echar mano a la espada y entrar rauda con una de las lámparas que siempre mantenían encendidas–. Jefe; ¿se encuentra bien?
El antiguo mercenario tenía la cara descompuesta en una horrible expresión. Parecía asustado y tenía los ojos llorosos. Sudaba como si estuvieran de nuevo en el desierto a pleno Sol y no parecía reaccionar a las llamadas. Por fin, parpadeó, se llevó las manos a la cara y devolvió la mirada hacia la sorprendida Klethi.
–Me he movido durante un sueño y me ha dolido la herida. No hace falta armar más escándalo.
–Jefe, ha despertado a medio campamento –los murmullos de alarma se extendían a lo lejos, mezclados con los ruidos de metal–. Y parece que no es lo único.
Las sábanas se estaban tiñendo de rojo. Ella llamó con un grito al galeno y pidió que alguien pasara la voz de que no ocurría nada terrible.
–Bueno, parece que se ha abierto –se movió hacia él, para prepararlo para el médico–. Procure no moverse tanto por la noche, que el día menos pensado me da un disgusto. Y ponga mejor cara, que no quiero verle así.
Todavía tenía el el rostro una expresión de gran tristeza, fruto de las sensaciones de la pesadilla. Un rostro que nadie había visto en décadas.


Reissig como siempre, un tío majete y con una mente equilibrada.

A ver como sale esto para adelante. Tengo para cuatro entradas más de una historia que no debería alargarse más allá de las ocho. A ver si me cojo a la costumbre de nuevo de escribir, que tengo muchas historias que quiero contar y así no voy a llegar nunca.

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