miércoles, 21 de mayo de 2014

Partida de Guerra 4

Mirad lo que ha encontrado el gato. Resulta que hace meses, escribí parte de la continuación de la historia de Partida de Guerra y estos días, que me estoy animando algo más, pues bueno, he aprovechado para continuar y parece que tendremos algo más de lectura, pues he terminado casi este arco de historia.

El día había amanecido gris. Amenazadoras nubes de tormenta se deslizaban sobre la aldea ocupada y desde el Noroeste llegaba el característico sonido de los truenos, anticipados por los relámpagos que cortaban la oscuridad que venía de las montañas sureñas de Rhodok. El prisionero se mantenía sobre sus piernas, atento al ligero vértigo que sentía por la pérdida de sangre y la falta de sueño. Le dolían las muñecas allá donde los grilletes apretaban con fuerza, pues los habían elegido especialmente para él. No era un dolor imposible de soportar, pero sí continuo y lo suficientemente molesto para que no pudiera descansar por las noches adecuadamente. La venganza del sarraní iba a ser terrible si aquello era lo más suave que había ideado contra él.
–Decían, mercenario, que la compañía que te sigue, tiene hombres de todas las naciones –dijo el emir, con mirada malévola–. Y que su lealtad y valentía no tienen límites.
–Una de las cosas que decís es falsa; oh, honorable –Reissig mantuvo la mirada desafiante del noble con aplomo, antes de continuar–. En mi pequeño grupo no hay hombres y mujeres de todas las naciones, pues Calradia no es el ombligo del orbe y hay mucho más allá de sus fronteras. Pero su lealtad y valentía supera en mucho la de cualquiera. Son tan leales y tan valientes, que me encontrarán y tendrán palabras con voacé, sire.
–Tus impertinencias me divierten, pero las amenazas me preocupan, mercenario; ¿no estarás perdiendo la cabeza por saber el terrible destino que te aguarda? No podrían encontrarte ni aunque quisieran y esto, sinceramente, lo dudo.
–No, sire. Estoy perfectamente bien –sonrió, descarado–. Además, no era una amenaza. Era una promesa. Mi gente me encontrará, en un estado o en otro. Y luego lo encontrará a su excelencia, para tratarla cómo merece.
–Sí, por supuesto. Aunque sí que hay algo que me gustaría saber –Dhiyul se ajustó el decorado guante de cabalgar y le echó otro vistazo a su prisionero–. La noche era clara, lo entiendo. Pero nos aseguramos de que los centinelas no pudieran delatar a los primeros batidores. Y ciertamente no hubo alarma aquí hasta que cargamos. ¿Cómo demonios no pudimos apresar a tus hombres?
–Primero, reconozco que no pensé que aquella noche hubiera un ataque. Shariz lleva dos meses bajo asedio y todos lo saben. Con un ejército de la magnitud de su excelencia bien podría haber roto el cerco o asediado a las tropas que asediaban, cómo aquél general del antiguo Imperio. No esperaba saqueadores o bandidos tan bien organizados –miró significativamente al noble, atento a si su sarcasmo había traspasado su coraza de aparente estupidez–. Así que decidí relajar las guardias, pero impedí que mi gente acampara directamente en el lugar.
–No creas, veníamos de Shariz y el asedio ya era cosa del pasado. Esos cobardes huyeron al saber que nos acercabamos. Pero tus palabras no explican cómo supiste que éramos un ejército y no una pequeña banda, cómo la tuya.
–Claro, claro –algo venía en el aire. Las tormentas no traían sólo relámpagos y truenos desde las montañas, sino algo más conocido para su nariz y también un poco de agua, que en unas horas empaparía el seco lugar–. Verá, cómo ocurre ahora, sopla el viento. Los hombres de su merced vinieron del Sur, siguiendo sin duda el camino real a Shariz. Las noches de luna llena no son las más adecuadas para un asalto sigiloso, así que a sus batidores los ví después de echar un vistazo. Sin embargo, a su ejército lo olí.
–¡Entonces es cierto, eres un perro! –el emir soltó una risotada franca y con ganas, tras dar una fuerte palmada en su rodilla–. La chanza ha sido buena, pero en serio, tengo curiosidad real.
–No bromeo, señor. Un grupo tan grande, que viene de caminar un largo trecho sin apenas parar, muy probablemente persiguiendo un exhausto ejército, huele si se encuentra desde donde sopla el viento. El hedor a sudor, caballos y cuero es inconfundible para una nariz que esté atenta y entrenada. En cuanto ví s sus batidores reconocí el olor y me maldije por mi torpeza.
–¡Ésta sí que es buena, sí! Me dirás también que hueles a una virgen y el oro de una bolsa a dos estadios.
–¿Acaso no huele el agua en este viento, señor? Eso mismo ocurre con el olor de los grandes ejércitos. Por la nariz puede saber uno por donde viene la Muerte.

–Señora Matheld, lo tenemos todo preparado –uno de los mamelucos que servían en la compañía, liberado hacía dos años de su aprehensor swadiano y que junto con muchos de sus compañeros habían jurado lealtad a su caudillo y libertador, estaba vestido cómo para entrar él solo en una fortaleza–. Klethi ya está lista y sabe perfectamente lo que ha de hacer. Nosotros la protegeremos.
–Y a vosotros os flanquearán los mercenarios vaégires y cada caballero contratado swadiano tiene orden de llevar en la grupa a un huscarle norteño. Reñirán en corto y muy feo para dejar la brecha abierta el tiempo suficiente para que lo saquéis –se puso el tradicional casco norteño y desmontó–. Os estaré vigilando en primera línea.
–Sí señora.
–¡Chico! –Matheld terminó de ajustar las correas de la coraza con un tirón–. Ve al rey Graveth y dile que puede comenzar el ataque cómo lo hemos planeado, nosotros trataremos de penetrar sus líneas desde nuestro lado, capturar a su líder y rescatar al nuestro.

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