domingo, 22 de enero de 2012

Microrrelato

- ¡Disparos! - El mozalbete recorrió la tasca, asustado. - ¡Señores de ley, disparos he oído por allí!
- Si, nos también, y me place, pues tranquila noche se nos presentaba. - Torció la boca, en una mueca burlona, al desenvainar la toledana y colocarse la vara de alguacil, justo después de ceñirse el tahalí y comprobar la pistola de llave reluciente. También agarró la gumía que le arrebató a un berberisco que tuvo la desfachatez de saquear la costa saguntina mientras él ejercía de guarnición. - Vamos, Vázquez.
Los dos hombres habían recalado en la pequeña aldea, reclamando cama y cena para oficiales del Rey, que se dirigían a Valencia con motivo de su nuevo destino como teniente de alguaciles. Salieron a la húmeda noche, que se agitaba con la animación de pueblo, que había escuchado el tiro y el aullido de dolor de un fulano al que seguramente se le escapaba el ánima por algún agujero.
Era noche cerrada como digo, más dueño los acompañaba con lumbre, apartando a la gente entre gritos de "¡Paso a la Ley!". En la pequeña placilla, en el suelo, con el semblante pálido que proporciona la muerte sangrienta, un joven se desangraba. No era el herido por plomo, pues aquello, ningún arma de éste mundo podría hacerlo.
La herida era tremenda y recorría desde la clavícula, que asomaba rota entre los jirones de piel, hasta las propias tripas, que se desparramaban. Respiraba y de dentro los pulmones parecían escaparse entre las destrozadas costillas, que brillaban a la luz de la lumbre. Los lugareños, se santiguaban o rezaban frenéticos, al reconocer la marca del diablo en aquél destrozo. No podían imaginar que algo así había sido realizado por una criatura de Dios.
Unas huellas más grandes de las de cualquier hombre habían aplastado al joven, que se abandonó definitivamente a la Parca que lo reclamaba. A su diestra, ligeramente estropeada, un pequeño arcabuz de ancha boca, humeaba aún por el disparo. El teniente, se agachó para comprobar mejor la posible dirección de las huellas y decidió partir en su búsqueda, para eliminar cualquier traza del asesino, sobrenatural o no.
- Vuesamerced no debería internarse. - Suplicó el dueño posadero, que sabía qué ocurriría si dos oficiales desaparecían allí. - Por favor...
- Déjelo por favor. - Santiago tragó saliva levemente antes de indicar el camino. - Vázquez, iremos para allá, agarre lumbre si el buen hombre no quiere venir.
Vázquez, mudo como era y hosco a morir, agarró la lámpara de las asustadas manos y se internó en la oscuridad tras su superior, ajeno al miedo pueblerino que dejaban tras ellos. Debían encontrar a aquello que había andando primero a dos manos y luego a cuatro, dejando marcas de terribles zarpas ensangrentadas. El muy cerdo, había pasado por encima del infeliz al huir.

Lo encontraron al cabo, sin que pasara mucho tiempo. La luz de la Luna dejó ver su enorme silueta, que al sentirse perseguida giró sobre sus cuartos y se alzó, lanzando un rugido profundo, que dejaba caer una horrible advertencia. Vázquez, sin esperar orden alguna, se adelantó, lanzando con cuidado la lámpara, que al caer arrojaba sombras trémulas en los alrededores, dejando ver aquél ser de pelaje pardo, salpicado de carmesí. El hocico de perro parecía furioso y mantenía las garras con enormes uñas cerca de la cara, a pesar de que no lo distinguían del todo bien.
- Vázquez, aunque no hables, sigues teniendo que aguardar lo que yo te mande. - Comentó el teniente, picado. - Ya sabes que... ¡Cuidado!
El oso avanzó con decisión hacia el mudo, que lo esquivó con facilidad. Aquél siguió avanzando a dos patas antes de caer sobre las delanteras para alejarse. Pero Vázquez desenfundó su pistola y en un santiamés artilló y disparó a la forma, antes de soltarla y desenvainar la espada. El animal volvió a encarar a los dos hombres, pero esta vez no pretendía evitarlos y sumergirse en las sombras. Su temor pasaba a la ira causada por el dolor. Arremetió con furia y cogió al mudo desprevenido, dando con sus huesos en tierra, entre sordos gritos que nada podían gritar, más allá del aire pasando por su garganta.
Santiago gritó, con la nuca erizada del miedo al ver a su subordinado caer ante el ataque. En lugar de correr, disparó su pistola y se lanzó hacia adelante, clavando inmisericorde la toledana hasta el puño. El oso, ajeno al acero que se movía en sus tripas, siguió ensañándose en el caído, que se protegía con manos destrozadas de aquellos poderosos zarpazos. El teniente, partió la espada al intentar sacarla y al dejarse llevar por la desesperación de ver al infeliz cómo al joven, saltó sin pensarlo demasiado bien sobre la grupa de oso, asiéndo con la siniestra, mientras que con la diestra empuñaba la despiadada gumía. Le dió varias puñaladas, hasta que por fin, cuándo el animal trató de revolverse, a la luz del farol atinó a ver la garganta y allí fué la afilada hoja.

Encontraron más tarde al alguacil, más muerto que vivo, con una terrible herida en el torso, que había vendado con harapos. A su lado, el cadáver de Vázquez se enfriaba, con la capa por encima para taparlo. Y un poco más allá, incapaz de continuar, el enorme animal salido de la nada, al que muy poca gente reconocía como creación divina y muchos trataban de diablo de Averno.


Concurso

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