miércoles, 22 de junio de 2011

Bill Red ¡Guerra! (II).

 Vaya, que cortita es esta entrega. Bueno, superamos un mes de bache y retomo las actividades acostumbradas.

Mardito roedore.








Bill se había agarrado a su fusil y apretaba fuertemente los ojos. Ya había estado en más de un bombardeo y no tenía ganas de ver lo que estaba por venir. El primero le entusiasmó, el súbito bramido de los proyectiles estallando era emocionante. Pero ya no lo era. Ya no. Porque recuerda perfectamente lo que viene tras los obuses, en especial los gritos. Y la carnicería. La primera vez que la vio, le sobrecogió y desde entonces procuraba no mirar demasiado.
El oficial, tirado en tierra, apoyada la espalda contra la trinchera y el fusil sobre las piernas, preguntaba todavía a qué venía todo aquello. Se incorporó, ignorando el rifle que fue a parar al barro y comenzó una perorata sobre el honor y la dignidad. Al escuchar la primera palabra, el joven sonrió. Y de pronto, no lo escuchó más. El primer proyectil había caído muy cerca, lanzando al francés de nuevo al suelo, cambiando su arenga por un grito aterrado, que se prolongó durante unos segundos, mientras la descarga de artillería batía las posiciones, provocando un terrible temblor. Los soldados, agazapados, se apiñaban contra las paredes de la trinchera, para evitar que la metralla que zumbaba a ras de suelo les alcanzara. De pronto, por encima del tronar de las explosiones, comenzaron los gritos y alaridos. Aquí y allá, compañeros resultaban muertos y despedazados, aunque algunos morían sin marcas aparentes, por la fuerza de la explosión, que los reventaba.
Los artilleros alemanes dieron una demostración excelente de su buen hacer y precisión, pues los obuses caían con una frecuencia muy alta y más concentrados de lo que les gustaría a los soldados. La casamata de observación voló con un ruido seco, como de astillas al romperse y pudieron ver trozos de madera y persona que se elevaban antes de caer.

Bill se estaba preguntando, con los párpados y también los dientes apretadísimos, quién era el desalmado cabrón que traía a una niña a primera línea, pues la oía gritar por encima del fragor del bombardeo boche. Le cayó encima tierra y rocas, que debían venir con regalo, porque algunas quemaban. Se revolvió en el suelo, empapándose para sacarse la esquirla, cosa muy incómoda en plena preparación artillera. Sobre todo cuándo cae sobre la cabeza propia.
Un hombre, cerca del joven, enloqueció y lo usó como escalón para escalar la trinchera gritando como un poseso. Al llegar justo al borde, una deflagración lo impulsó para atrás, arrancándole las piernas de cuajo y destrozándolo. Sin dejar de gritar, voló hasta el otro lado del parapeto y allí una granada lo despedazó completamente, proyectando sus restos sobre la tropa. Y aquello no parecía tener fin. Un enorme pandemónium se cernía sobre las trincheras y nadie era capaz de ponerle fin. Pero terminó por fin, tras dos interminables minutos. En cuánto se cercioraron, todos tomaron posiciones, atentos para repeler la ofensiva sin que el sargento o los oficiales tuvieran que ordenarlo. Todos querían abatir alemanes.
Al abrir los ojos, sintió un repentino mareo. Se echó el fusil a la cara para apuntar, pero el humo no le dejaba ver nada en absoluto, ya que todavía quedaba el trueno de la última explosión en el ambiente. Se extrañó de que inmediatamente, en lugar de ver llegar a través de aquella niebla a los primeros enemigos, lo que llegó, roncando alto sobre sus cabezas, como rasgando el aire, una última granada. Cayó atrás, muy atrás. Y de pronto, una fenomenal explosión barrió la zona, tirándoles tierra y cascotes  encima y coloreando el humo en tonos anaranjados.
– ¿¡Qué cojones ha sido eso!? – Preguntó alguien, acongojado.
– ¡Le han atizado al polvorín! – Inconfundible la voz de Joe King. – ¡Le han dado al polvorín!
– ¡Deberíamos mandarles una puta felicitación, joder!
– ¡Atención primera trinchera! ¡Vista al frente! – El sargento imponía el orden a gritos. – ¡Alzas a cero! ¡Asegurad el blanco y no malgastéis la munición, porque acaban de volar nuestro polvorín más cercan! ¡Calad bayonetas!
Obedecieron los hombres. Cientos de siniestros siseos se escucharon en la niebla, cuándo los largos cuchillos salían de sus vainas para engancharse bajo el cañón con un chasquido seco. El olor ofendía sus narices y alguno se quejaba.
– ¡Ya podrían haber lanzado algún bote de colonia!
– ¡Como si supieras lo que es! – Chanceó alguien, amparado por el humo.
– ¡Keeper te he reconocido y si salimos de esta, te juro que te tragas mi bayoneta! – Respondió, airado.
– ¡Callaos coño!

lunes, 30 de mayo de 2011

martes, 24 de mayo de 2011

Bill Red. ¡Guerra!(I).

Muy buenas. Tiempo hace que no actualizo. Cada vez tengo menos acceso del que me gustaría al pc, pero por suerte tengo aún 20 libretas y muchos bolis. Esto es algo que llevo días escribiendo (no está todo) en honor del primer personaje de la Llamada de Chtulhu que sobrevive a una partida (tengo mala suerte, que le vamos a hacer). En números no es un gran personaje, pero me ha gustado mucho rolearlo. En parte de porque de nuevo, le he puesto a un pejota mi nombre. Qué ególatra soy.
Se trata de una serie de relatos cortos, de unas cuantas entregas cada uno, que irán salteados en el tiempo. El que os presento aquí, comienza en la Primera Guerra Mundial. Aunque a primera vista pueda parecer un relato histórico, que en parte lo es, no pretendo ser riguroso. Ni siquiera correcto (no puedo andar investigando todo lo que me gustaría), así que si a alguien le choca, algo, lo siento, pero no pretendo cambiar nada. Ni el frente de batalla existió, ni el regimiento, ni ninguno de los personajes que muestro. Ni las acciones que llevarán a cabo. Así que dejáos de críticas en este aspecto. Las leeré, como hago con todo, pero no considero que una crítica a mi poca rigurosidad me sirva de algo teniendo este aviso por delante (puedo aprender algo, evidentemente).
Después del pedazo de tocho, os dejo ya con la historia. Espero que os agrade la primera parte, que será la más corta.





Una mañana cenicienta en el frente de Champaña se levanta ante las trincheras inglesas. En ellas, moran gran número de voluntarios norteamericanos, agrupados por los franceses en lo que llamarían el regimiento République. Especialmente, se agrupaban en la primera trinchera. Allí Bill Red, con la despoblada barba sin afeitar, da la sensación de ser jovencísimo. Y así es. Ha falseado su edad para poder venir como voluntario, ingresando en la tropa aérea. Allí sirvió como explorador y más tarde como explorador armado, armado con pistola, una carabina y bombas de mano, que lanzaba a las trincheras alemanas cuándo tenía oportunidad. Después de aquello sintió que debía cambiar de destino, porque allí no hacía nada, en su opinión. Ahora lamentaba aquella decisión. Con lo bien que se estaba en el aire… Pero no se atrevía a abandonar a sus compañeros. A ver cómo se iban a apañar sin él.

Una pequeña fogata calienta los fríos y húmedos huesos de los soldados, que se entretienen contando los piojos que coleccionan y lanzándolos al fuego, dónde estallan para el regocijo de los hombres.
– Jódete, cabrón. – Espeta uno, resentido del parásito – Ese ya no se me come más.
– Si, ese ya no… – Bill sonríe con guasa, imitándolo. – Y los otros doscientos tampoco volverán. ¿Eh, Sam?
– Silencio chaval. – Le echó una mirada chispeante. – A ti te han sacado ochenta más.
– Eso es que mi sangre es de primera calidad. Je.
– ¡O porque no te lavas! – Terció el sargento del pelotón, un neoyorquino enorme, de apellido King, palmeando con fuerza la espalda del joven. – ¡Ja, ja, ja, ja!
– ¡Eh! ¡Que no nos lavamos ninguno! – Se revolvió, picado y algo dolorido. – Los putos gangosos nos tratan como a mierda.
– Si, esa es la excusa de todo el regimiento.
Y aunque no el batallón, sí que todo el pelotón estalló espontáneamente en risas, que se contagiaron hasta que toda la compañía reía por no llorar. Alguien, en francés, ordenó silencio. Rieron todavía más alto.
– Aún pretenderán quitarnos el sentido… – Comentó Sam, hasta que se interrumpió. – Aw, mierda. El puto…
Acababa de aparecer un oficial que se empeñaba en llevar un par de medallas en el pecho, así como el casco nuevo y reluciente en primera línea. Así se sentía más aguerrido.
Arrêter de se comporter comme...! Dejó de hablar y consideró a quién estaba gritando. – ¡Son soldados por el amor de Dios! ¡Disciplina!
Sus botas eran  nuevas y media sección las miraba con envidia. Lástima que fueran a echarlo en falta.
Un estampido solitario se escuchó venir desde la línea alemana. Inmediatamente todos se agacharon o se apretaron contra la trinchera, o las dos cosas. Todos excepto el coronel, que no solía estar durante los combates. Éste observó un instante la reacción de los soldados.
– ¿Eso ha sido…? – Comenzó a decir, pero no le dio tiempo a terminarlo. Estalló unos metros delante de la trinchera, arrojando sobre esta tierra y trozos de roca. El francés dio un grito y se arrojó al fondo, empapándose en barro y meados.
Otro estampido. Esta vez, cayó más allá. Alguien de la segunda línea gritó. Todos se dieron cuenta, antes incuso de que King lo gritara, de lo que significaba aquello.
– Preparación Artillera! ¡Todo el mundo a cubierto! – Agarró al oficial y lo estampó contra la pared de la trinchera, justo después de darle un fusil. – ¡Están ahorquillando! ¡Señor, defienda la línea!

sábado, 30 de abril de 2011

Icusagora Riel. El Beaufighter y el Golfo Ranac (VIII).


 No puedo expresar lo mucho que me ha costado sacar esta entrega. 
Bueno si.
"¡Sacacorchos!"

Y ahora, si me lo permitís, voy a exterminar a una civilización.


– Esto es algo que viene de mi parte. Tenía ganas de que despertaras para dártelo. – Sacó un estuche grabado con filigranas del baúl que el capitán guardaba en su cabina.
Icusagora abrió con cuidado la decorada caja y sonrió al contemplar su contenido. Se trataba de una moderna pistola de percusión, unos modelos que hace apenas veinte años que aparecieron en el mercado. Además, casi inmediatamente los ejércitos de medio mundo comenzaron con los pedidos de modelos similares, con distintos resultados. Pero aquella, era una obra de artesanía que no vería ningún soldado medio.
– Es fantástica capitán, pero no sé si puedo acepta…
– Por favor. – Interrumpió con una sonrisa. – Hace algunos años la encargué, pero apenas la he usado. Y es una lástima que se eche a perder.
– Pero, la verdad, no debería aceptar algo así…
– Insisto. – Volvió a interrumpir. – Esto es un regalo. Conseguiste convencerme.
– En ese caso, lo acepto. No desearía contrariar.
– Y hay algunas cosas más. De parte del pueblo, ha llegado algo de gratificación… económica. Pero Plétoq les habló de tus problemas para conseguir munición y bueno, ahora no tendrás que preocupare.
– Ah… – Estaba muy contento, pero no podía expresarse como quería realmente. – De verdad que no esperaba…
– Tranquilo Riel, tranquilo. – El capitán le dio unos golpecitos en la espalda, para tranquilizarlo. – El mediano me ha dicho que sueles ser más bien reacio a ayudar. Generalmente cobras. Y lo he podido comprobar. Y pagar.
El aventurero bajó la cabeza. Era cierto. Siempre había sido desagradable con los posibles clientes. Cosa de educación, en todo caso. Sin embargo, Vercel siempre había tratado de rectificar esa forma de ser, a base de pescozones y algunos golpes duros. Al tiempo, descubrió que el joven no era tan duro como aparentaba y que más de una vez ayudaba a los que el veterano aventurero rechazaba por ser encargos poco productivos o demasiado peligrosos. En todo caso, lo único que exigía era silencio respecto aquello. Lo malo es que Vercel no era tonto en absoluto y en muchas ocasiones había de intervenir.
– Pero también me ha dicho otras cosas. Me dice que en muchas ocasiones pareces un héroe. Y me fío de él. –Esbozó una ancha sonrisa al ver la cara desconcertada de Icusagora. – Además, sólo por lo de ayer, ya merece la pena darte esta maravilla.

lunes, 25 de abril de 2011

Icusagora Riel. El Beaufighter y el Golfo Ranac (VII).

 ¡Muy buenas! 20 días hace que no publico nada nuevo y algo más desde que Icusagora se quedó dónde estaba, tirado en tierra y malherido. Esta es una entrega corta, muy de darme tiempo para preparar más cosas y evitar que mis lectores pierdan interés completamente. Espero que os guste, a pesar de la escasa longitud de lo que hoy publico.

Un saludo. 




Había despertado muy dolorido, incapaz de respirar sin quejarse. Pero estaba vivo y aquello le dio la suficiente energía como para salir a la soleada cubierta. Los marineros se afanaban en cargar la mercancía con la que Ismiz comerciaba. La mayoría ocupaba las bodegas, que no eran muy amplias, mientras que el castillo de popa se reservaba para los camarotes de viajeros. A pesar del dolor, Icusagora se preguntó cómo narices sacaría dinero el capitán del Beaufighter si disponiendo de poco espacio, no lo aprovechaba al máximo. En ese momento hablaba con un hombre bajito pero fornido, de pelo ralo y tez morena, que le mostraba un papel.
– ¡Ah! ¡Estás despierto! – El capitán le saludó con una amplia sonrisa blanca, que destacaba contra su piel curtida por el sol y el mar.  – Me alegra ver que el mediano es capaz de apañaros como toca.
– Gracias, capitán. – Respondió al saludo levantando la mano y mostrando una mueca producida por las heridas. – La verdad es que tiene muy buena mano
– La verdad es que tengo que agradeceros que me convencierais para combatir. – Dijo con la cara enrojecida de satisfacción. – Me han regalado una barbaridad de cartuchos y balas. He tenido que rechazar la mitad…
– Apenas entraban en la santabárbara… – Kovac, le devolvía la mirada a Icusagora, que luchaba por reconocerlo. – No es muy sensato cargar con más pólvora de la que quepa en la bodega.
– Ya, es normal. Una vez a Vercel le reventó uno de los barriletes donde la llevaba almacenada y estuvo un mes de convalecencia. – Sonrió, al recordar al contador que se iba de la lengua con facilidad. – Además, le costó un dineral la recuperación y la broma de volver a comprarlo.
– Si… – Dejó de mirar al joven y se volvió a su capitán distrayendo su atención en limpiar una mancha de tinta de sus dedos. – Capitán, si no necesita nada más…
– Si, si, Kovac, puedes continuar con lo tuyo, gracias. – Despachó con un gesto de mano, antes de acodarse en el pasamanos. – Bueno, joven amigo, lo que decía es cierto. Os lo agradezco, porque he conseguido mercancías gratis y he vuelto a probar el combate.
– Lo que me sorprende es que lo regalen tan alegremente. Sobre todo en cartuchos.
– Ah, bueno, por lo visto, no sólo les hemos salvado la vida, sino la producción y el material de bastante tiempo. Dicen que se pueden permitir regalarnos eso. – Escupió y se alejó de la borda, mientras sonreía. – Además tengo una pequeña sorpresa para ti.